Hacía mucho que no
disfrutaba de lo que siempre me hizo feliz, la caricia de las hierbas del
terreno, el profundo olor a verde y a tierra húmeda, el zumbido de las abejas,
la intensidad de los pétalos de las flores, la paz que me infunde ver un cielo
azul libre de contaminación, el silencio de la naturaleza –o el sonido pleno de
ella,– el piar de los pájaros, el ulular de un búho en la noche, una rama que
se rompe, el aire que sacude mi cuerpo… Podría morir aquí. Sé que mi perro
también querría hacerlo, por eso le traje aquí, aunque aun es un cachorro. Yo,
por desgracia, tengo ya sesenta y siete años. Y digo por desgracia, porque no
he podido ser toda mi vida tan feliz como soy hoy. Pero todo llega en esta
vida, tarde o temprano, si lo deseas. Aun así, todavía tengo la vitalidad
suficiente para correr detrás de él y jugar a escondernos tumbados en el campo.
A veces, cuando me oculto así, después de buscar un rato y me encuentra, me
huele y me lame, entonces se echa junto a mí y somos felices. Sé que él también
lo es cuando esperamos a que la vida pase allí, juntos. Aunque a veces no pueda
evitar mirar hacia el otro lado y añorar esa otra presencia, la de mi difunto amado.
Entonces elijo levantarme y ponerme a cuidar el huerto, olvidarme de mi
melancolía, vivir. Otras, no puedo ignorar el impulso de la pena y lloro. Un
rato después, por lo común, mi perro viene y me huele de nuevo, me lame de
nuevo y se tumba junto a mí de nuevo. Y entonces lloro acompañada mientras le
acaricio. A veces me faltan palabras, alguien con quien poder hablar, otras
agradezco no poder hacerlo porque me siento en armonía con la naturaleza que me
rodea. Aquí nadie habla, solo se comunica. Me gusta comunicarme con las flores,
les tengo mucho cariño porque las cuido y ellas me hacen sentir bien. Normalmente
las acaricio suavemente y las huelo profundamente, alguna vez me han llenado la
nariz de polen y entonces me río y luego sonrío. Hay muchas formas de ser feliz
aquí. Es fácil. La vida en sociedad me agobia, no estoy hecha para eso. De lo
más social, conservo un piano. Me encanta tocar. A mi perro también. Hay veces
que no puedo porque la vida en el huerto me deja sin habla, sin pensamientos,
me abstrae por completo; pero cuando siento y pienso intensamente, tengo que
hacer música. Y la habitación –la casa, en fin– se llena de mí y me siento
acompañada, comprendida. La mayoría de las veces se me escapa una lágrima, de
felicidad o de tristeza, o de ambas. Entonces mi perro viene hacia mí, me
huele, me lame y se echa junto a mí. Y sé que somos felices. Podría morir aquí.
Aunque no estaría mal seguir viviendo.
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