jueves, julio 2

El primer día en mi nuevo colegio. Nueva gente, pocas caras conocidas.
Cuando por fin encontramos la clase que era nos sentamos de tal manera que el sol no nos diera en la cabeza, a esa hora molestaba bastante. Todos lo consiguieron, menos yo. Tuve que conformarme con un sitio que casualmente estaba muy cerca del chico al que le había echado el ojo. No me sentía muy orgullosa de haberme fijado ya en uno, pero así es la vida.
En la pizarra hay palabras en francés medio borradas. Entró la profesora para comenzar la clase.
- Venid conmigo, nos cambiamos de sitio.
Qué fastidio, estábamos todos tan bien colocados...
Salimos al patio. Me pareció un poco raro esto, ¿una clase de francés al aire libre? Apareció otro hombre y nos pusimos casi todos pegados a la pared; yo, una de mis amigas y el chico ese lo hicimos. El hombre cogió una caja y empezó a repartir mandarinas. Sí, ¡mandarinas! Casi ninguno había desayunado mucho y tenían buena pinta así que tuvieron éxito. Nunca hubiera pensado que en una clase de francés pudieran darte de comer... Ni siquiera nos dijeron cómo se decía en francés; dejémoslo en "orange", pensé.
Nos aburríamos mucho, tanto que el chaval, llamémosle Ce, nos dijo a mi amiga y a mí que si íbamos a la playa. Estaba al lado. Así que saltamos una valla y pisamos arena.
No debía ser una playa de verdad, porque pasamos de largo y yo no vi el mar.
Mi amiga estaba por ahí, pero yo seguía andando junto a Ce que soltó de pronto:
- ¿Crees que el color de mis uñas pegan con mis zapatos?
- ¿Cómoo? Ja, ja. Sí, supongo.
Qué chico más extraño, me dije. Continuamos caminando. Empezó a hablarme de no sé qué, no era un tema muy bueno pero me hacía sonreír, aunque eso no es difícil en mí con una persona que me atrae.
Llegamos los tres a un bloque de pisos.
- Aquí dicen que hay fantasmas -, dijo Ce.
Nos acercamos, yo de lejos, a la puerta. Ce la abrió y, como es normal, solo había sombras de lo que parecían plantas. Nada del otro mundo.
- ¿Los véis?
De repente la luz empezó a apagarse y encenderse sola hasta el punto de que terminó fundiéndose. Se oían ruidos.
Con un poco de miedo corrí para escaparme de allí, los dos me seguían.
- ¡Por aquí no es!
El sitio ése estaba lleno de escaleras, vimos que habíamos subido miles de peldaños. Aunque esto no lo recordaba. Del piso se oyó:
- Venga, corre tras ellos, que ya estoy harta de los niñatos. Corre y descubre quiénes son sus padres.
Fuimos por el otro sitio y empezamos a bajar escalones. Corriendo, saltando, nos pasábamos nueve o diez de un salto. Hasta que llegamos a un parque de juegos.
- Aquí no sabrán quiénes somos, hay tantos niños...
Empezó a sonar mi móvil.
- ¿Sí?
- ¡¿Dónde andas?! - Me costó algo diferenciar la voz de mi madre con la de mi hermana. Se oía de fondo, si hubiera hablado con un tono normal ni la habría podido escuchar. Pero ella gritaba.
¡Anda! Mi madre no sabía nada...
Miré al cielo y estaba completamente estrellado. Nos habíamos escapado el primer día de clase, habíamos molestado a un bloque de pisos o eso parecía y se nos había ido el tiempo volando. Pero yo me lo había pasado genial.

miércoles, junio 25

25.08.13

Hacía mucho que no disfrutaba de lo que siempre me hizo feliz, la caricia de las hierbas del terreno, el profundo olor a verde y a tierra húmeda, el zumbido de las abejas, la intensidad de los pétalos de las flores, la paz que me infunde ver un cielo azul libre de contaminación, el silencio de la naturaleza –o el sonido pleno de ella,– el piar de los pájaros, el ulular de un búho en la noche, una rama que se rompe, el aire que sacude mi cuerpo… Podría morir aquí. Sé que mi perro también querría hacerlo, por eso le traje aquí, aunque aun es un cachorro. Yo, por desgracia, tengo ya sesenta y siete años. Y digo por desgracia, porque no he podido ser toda mi vida tan feliz como soy hoy. Pero todo llega en esta vida, tarde o temprano, si lo deseas. Aun así, todavía tengo la vitalidad suficiente para correr detrás de él y jugar a escondernos tumbados en el campo. A veces, cuando me oculto así, después de buscar un rato y me encuentra, me huele y me lame, entonces se echa junto a mí y somos felices. Sé que él también lo es cuando esperamos a que la vida pase allí, juntos. Aunque a veces no pueda evitar mirar hacia el otro lado y añorar esa otra presencia, la de mi difunto amado. Entonces elijo levantarme y ponerme a cuidar el huerto, olvidarme de mi melancolía, vivir. Otras, no puedo ignorar el impulso de la pena y lloro. Un rato después, por lo común, mi perro viene y me huele de nuevo, me lame de nuevo y se tumba junto a mí de nuevo. Y entonces lloro acompañada mientras le acaricio. A veces me faltan palabras, alguien con quien poder hablar, otras agradezco no poder hacerlo porque me siento en armonía con la naturaleza que me rodea. Aquí nadie habla, solo se comunica. Me gusta comunicarme con las flores, les tengo mucho cariño porque las cuido y ellas me hacen sentir bien. Normalmente las acaricio suavemente y las huelo profundamente, alguna vez me han llenado la nariz de polen y entonces me río y luego sonrío. Hay muchas formas de ser feliz aquí. Es fácil. La vida en sociedad me agobia, no estoy hecha para eso. De lo más social, conservo un piano. Me encanta tocar. A mi perro también. Hay veces que no puedo porque la vida en el huerto me deja sin habla, sin pensamientos, me abstrae por completo; pero cuando siento y pienso intensamente, tengo que hacer música. Y la habitación –la casa, en fin– se llena de mí y me siento acompañada, comprendida. La mayoría de las veces se me escapa una lágrima, de felicidad o de tristeza, o de ambas. Entonces mi perro viene hacia mí, me huele, me lame y se echa junto a mí. Y sé que somos felices. Podría morir aquí. Aunque no estaría mal seguir viviendo.

domingo, abril 10

(una historia en colaboración con mi hermana estas navidades xD)

Estaba una servilleta de papel volando por el ancho cielo atravesando el contaminado aire a estancias mejores. Un pájaro fue testigo de la caída de una miga de pan que nuestra protagonista llevaba, nadie lo habría imaginado, el pájaro abrió los ojos al máximo y ¡pum! a su ojo fue a parar la miguita. El ojo se le hinchó tanto que parecía una bola con alas. Ese mismo día, yendo a pescar antes de anochecer, se encontró con la servilleta y empezó a conversar con ella. Se convirtió en una riña por el percance de la miguita:
- ¡La miga era mía! ¡El viento me la robó!
- ¡Pues el viento se cobró una que me debía y me la metió en el ojo! ¡Vayamos a por él!
- Bueno, pero devuélveme la miga antes. Tenía grandes planes para ella.
- Méteme una esquinita tuya en el ojo y sácamela. Me está molestando mucho, está crujiente.
A esto que se acercaba un cangrejo con cara de pocos amigos y vio la escena de una servilleta metiéndose en el ojo de un pájaro. Tanto le horrorizó la imagen que estaba presenciando que se olvidó de todos sus problemas y decidió llamar al superior, creyendo que éste solucionaría lo que estaba ocurriendo, pero el superior tenía sus propios problemas y no disponía de tiempo para dedicarse a esas minucias de sus empleados cangrejos.
El pájaro cada vez tenía peor cara, abría el pico una y otra vez, aleteaba, y saltaba mínimamente. El cangrejo sentía especial atracción hacia las aves, así que decidió socorrerla pues percibía que estaba sufriendo por culpa de la servilleta. Justo cuando se acercó a ellos, la servilleta salió disparada del ojo del pájaro con la miguita entre su celulosa. El ave respiró hondo y fue cuando se percató del cangrejo, que se acercaba con pintas de héroe, pinzas alzadas, ceño fruncido, paso decidido. Pero el ave voló a la velocidad de la luz, abrió el pico y empezó a piar como loco por el alivio que sintió en su ojo. El cangrejo lo miraba admirado y empezó a aplaudirle, por su canto, con sus pinzas. Se estaba enamorando poco a poco. Corrió como ningún cangrejo había hecho hasta ese día y cogió la servilleta, que se encontraba alabando a su miguita y, con las prisas, en vez de entregársela a su amado, la miga volvió a meterse, esta vez, en el otro ojo del ave. Éste se estaba enfureciendo cada vez más y maldiciendo la hora en que vio aparecer al cangrejo. El cangrejo se sintió tan mal que pidió perdón y se marchó sin más, sin siquiera socorrer a su pobre flechazo.
Una ráfaga de viento actuó de nuevo haciendo volar a la servilleta y haciendo perder para siempre a la dichosa miga de pan, que tanta guerra había dado. La servilleta perdió la conciencia y fue arrastrada sin más cual hoja seca arrastra el viento.
Fue la gota que colmó el vaso. El pájaro no podía estar más enfurecido, batió sus alas al máximo y empezó a cortar el viento por doquier, -¡ya verás!- se decía para sí. Y así fue como salvó a la servilleta, con el pico, de la temible ventisca que se había formado en pocos segundos. El ave voló hacia un refugio resguardado del viento y allí soltó a la servilleta. Ésta, enormemente agradecida, le dio un abrazo que a punto estuvo de asfixiarle.
- Bueno, aquí acaba mi historia, amigo-, dijo la servilleta con voz quebrada.
El ave, confuso, le devolvió el gesto y la observó de arriba abajo. Fue entonces cuando se percató de que estaba raída y sucia y su celulosa se estaba desgastando, desvaneciendo.
- ¿Podría pedirte un último favor?
- Claro-, respondió el ave con lágrimas en los ojos, curados ya de la conjuntivitis provocada por la miga.
- Cava un hoyo e introdúceme. Prefiero morir bajo tierra que contaminar de alguna otra forma. Además, así serviré de abono a este precioso lugar.
El pájaro, llorando a mares, realizó la acción que le había pedido su gran compañera de aventuras. Luego la miró durante unos minutos y la introdujo en el hoyo, previamente confirmando su muerte.
Acabó aquí un precioso pero triste día rematado por una bellísima puesta de sol de la cual fue testigo nuestro pájaro, quien, aún conmovido por la muerte, se quedó ciego observando tal cuadro. La ceguera fue provocada por los rayos desprendidos por el sol al que miró fíjamente durante toda la puesta. Este hecho, le entristeció tanto que vagó sin rumbo por la ciudad durante el resto de su vida, que culminó una semana después, ya que ningún pájaro ciego puede sobrevivir a los terribles peligros de la ciudad costera en la que había vivido.
Un amigo lejano del pájaro lo vio tirado por la calle. Lo recogió y lo enterró en el cementerio para aves que habían construido, durante generaciones atrás, todos sus compatriotas. Y así fue como una amistad tan singular y extraña a su vez, culminó tristemente.
El cangrejo enamorado soñó el resto de sus días con tan precioso ejemplar de gaviota.

sábado, enero 22

El hámster se acuerda de su flor cuando una jaula aparece. Siempre fue su único defecto ser tan débil. Sus huesos podrían quebrarse con un mínimo de fuerza. Él, consciente, emprende su plan hasta que llega el momento de la retirada. Se lanza a la aventura, que no es más que, teniendo suerte, recorrer el pasillo hasta llegar a la puerta del jardín, que deberá estar abierta, y reunirse con ella. Él sabe que lo conseguirá porque diariamente, la jaula aparece y aquel hombre tal como le introduce, le hace salir y permite que explore. Su exploración mejora cada día. La puerta del jardín abre y cierra. Las flores siguen creciendo, de generación en generación. Y, aunque sus huesos sean más quebradizos cada vez, su disposición se hace más fuerte con el tiempo.

sábado, diciembre 11

Al que le encantaba dormir se acercó al bar de la esquina de la calle donde solía vivir y pidió una almohada. El que sirve siempre las copas en aquel bar le dijo que eso era imposible:
-Perdona, pero, si no te importa, sal y lee el luminoso. Pone "B-A-R". ¿Sabes qué es un bar? Cómprate un diccionario.
Y al que le encantaba dormir fue allá, a salir, a leer el luminoso y la palabra "bar", y a comprar un diccionario. El diccionario costaba casi lo mismo que el total de sus monedas y billetes en aquel momento. Le faltaba un euro.
-Me falta un euro.
-Lo siento, pues.
-¿Lo siente?
-Sí, siento mucho no poder venderle mi diccionario.
-Entonces, si lo siente, ¿podría buscar por mí la palabra "bar"?
El que atendía al público en la tienda donde vendían diccionarios fue obediente. Le costó trabajo encontrarla, pero lo hizo.
-"Local en que se despachan bebidas que suelen tomarse de pie, ante el mostrador", ¿le leo el resto?
Al que le encantaba dormir le pareció bien marcharse en aquel momento. Y así lo hizo. Fue al lugar donde solía comer, cogió un euro de la madera que tenía como estante en la habitación donde preparaba sus propios alimentos, que pasaban a ser suyos cada jueves, cuando se los traía la mujer que lo parió, y salió de nuevo, camino al local donde se encontraba el hombre que le había sido obediente minutos atrás. Cuando llegó, lo que hizo fue coger el mismo libro con el que el dependiente logró hacerle saber qué era un bar, poner la moneda encima de indefinidos folios que estaban en la mesa donde se encontraba la caja y salir al exterior, dirección al bar donde habían empezado sus problemas.
Ya allí, al que le encantaba dormir se le ocurrió llamar al camarero tras un rato de espera. El resultado fue muy bueno, había captado su atención. El hombre que se ponía tras la barra del lugar, miró a nuestro protagonista y siguió la dirección de su dedo índice, que le indicaba que leyera el significado de la palabra "bar".
-Sí, si ya sé lo que significa, imbécil.
-Pues no le quedan excusas, estoy esperando mi almohada.

sábado, noviembre 13

Tu egocéntrica y excéntrica amiga ha decidido y matando, una vez más, ha ganado. Ella siempre gana cuando elimina, ella ama asesinar. Lo que demuestra que su amor existió siempre. Y ahora en su ser no cabe sino el amor puro, se lo ha ganado. También se ha ganado un buen final, los jueces no te escucharán su única buena obra, porque no soltarás palabra. Alguien tenía que dar el paso, yo también amo hacerlo. Ella ya se ha equivocado y se ha arrepentido. Déjame tener las mismas oportunidades, todos somos iguales, dicen, ¿no?

domingo, septiembre 12

La máquina de la verdad de lo aparente dictaminó que él no le importaba a nadie.
La de la verdad real, decía todo lo contrario.

Pero eso él no lo sabía, no podía saber la verdad. Solamente podía suponer lo mínimo, lo aparente desde su punto de vista. Y él no era una máquina perfecta.

jueves, agosto 26

Me despertaron las suaves y pequeñas patas de mi perro. Aquello era con lo que solía abrir los ojos cada mañana. Desde luego, era muchísimo mejor que el ruido estruendoso de la alarma de mi reloj. Él sabe que lo es. La verdad es que no sé cómo consigue saber cuándo es la hora exacta e impedir que me levante cada día de mal humor por el ruido que emana ese trasto.

Estaba harta; cada vez que sonaba, me ponía nerviosa. Fui entonces aquella mañana de domingo en la que no tenía nada que hacer, a la tienda de decoración de la calle de al lado. Sabía muy bien de ella, cuando era pequeña, el hijo del propietario me cuidaba cada día allí. Solían vender todo tipo de lámparas, figuras de decoración, cortinas y, sobre todo, relojes. Normalmente los había de todo tipo, tanto de pared, como los digitales que incluían alarma. Yo quería uno de esos, la última vez que fui a aquel establecimiento vi uno que era digital y al que, además, podías meterle la música que quisieras. ¡Era perfecto para mí!

Mientras llegaba, caminando, pensaba en si lo habría o no. Habían pasado algunos meses desde que lo vi, pero yo confiaba en que aún estuviera.

Sin embargo, descubrí que algo extraño había pasado allí. Las paredes, que siempre habían sido de color blanco, alteraban la vista ahora con un color verde lima muy intenso. Los cristales de las ventanas habían sido sustituidos por barrotes finos muy juntos entre sí. El tejado había sido pintado con pintura blanca. Y la puerta era naranja.

Lo único que no había cambiado era el luminoso, en el que ponía "Relojes a tiempo". Al principio este negocio sólo se dedicaba a vender relojes, y si no tenían los que los clientes querían, los encargaban y no tardaban ni dos días. Eran realmente muy serios.

Perdieron su eficacia cuando se dieron cuenta de que el negocio de los relojes tocaba fondo, los móviles cada vez eran más completos. Así que se encargaron de otro tipo de objetos, sin dejar de lado los relojes, que tanto les hicieron famosos.

Pero ellos ya no eran lo que en su día fueron. La apatía llenaba la tienda, pedías que te buscaran algún objeto en especial y eran bordes. La gente dejó de ir. Los trabajadores que habían conseguido mantener durante estos años pidieron el finiquito, no aguantaban más. Se convirtió en un negocio puramente familiar, sólo quedaron el propietario y su hijo.

Pensé que si estaba así por fuera, por dentro iba a ser muchísimo mejor, que por fin habían decidido darle un giro a la tienda. Así que entré, ilusionada, y olvidándome casi completamente de mi reloj.

Pero dentro, detrás de una fila de estanterías grises repletas de todo tipo de objetos de decoración, la única novedad era que la pared del fondo estaba pintada de color rojo oscuro, de manera muy desigual.

Y allí estaba él, el que en mi niñez me contaba historias diarias de un libro que parecía no tener fin. No había nadie más. Y el rojo goteaba. ¿Era pintor y no lo sabía?

sábado, marzo 6

Julia se encontraba en casa de su padre, en la cama durmiendo. De repente escuchó el caer de algo metálico, quizá la plancha de la ropa. Su madre y su padre estaban discutiendo otra vez. Ella los escuchaba vagamente, aunque estaban gritando.
- ¡No quiero más mentiras! ¡Sé que saliste! ¡Te lo dije!
- No me hagas daño, por favor... - Decía la madre, aterrada.
¡Mamá! ¡Mamá está aquí, por fin!
La niña salió de la cama de un salto y abrió la puerta. Y, saliendo de la habitación, se dio cuenta de que no iba en pijama, llevaba ropa normal como la que llevaría para salir. Bajó rápidamente las escaleras, eran muy largas. Inesperadamente, se oyó un ruido.
- ¡Oh dios mío! - Se escuchó.
Julia creía que no iba a terminar de bajar nunca. Ya no oía a nadie, solo el sonido del fuego quemando todo lo que tocaba.
- ¡¡¡Mamá!!! - Exclamaba una y otra vez la hija.
Cuando por fin la niña se encontraba en la entrada, tras haber bajado las escaleras, las paredes empezaron a temblar. Todo parecía inseguro. Julia tenía mucho miedo y, sin dejar de llamar a su madre, abrió la puerta de la casa y salió corriendo hacia el exterior.



¡Crash!
El vaso se había roto, aunque Julia parecía seguir durmiendo. María se despertó, se había dormido esperando la hora de la medicación de la chica. Sobresaltada, se levantó y recogió rápidamente los cristales. Y fue a la cocina a preparar la comida.
Mientras, Julia se removía, inquieta, en la cama. Estaba descubriendo cosas muy desagradables, cosas que parecían recuerdos.

miércoles, septiembre 9

En cuanto me gire veré que todo está igual que siempre, que no ha pasado nada.
La niña contó hasta tres y se dio la vuelta. Ante sus ojos, una gran montaña de escombros. Cerró los ojos con tanta fuerza que empezó a sentir un gran dolor de cabeza.
La descubrieron dos señores que paseaban por allí:
- Eh, tú, ¿qué haces ahí? Creí que ya no había nadie más.
- Podría ser la responsable, señor.
Al decir esto, los hombres se miraron y corrieron tras la chica por el desierto camino. Ésta, que seguía con los ojos cerrados, recorría el sendero mucho más rápido y no dejaba de repetir sin cesar: Otra vez no.
Sentía que sus piernas no respondían así que se sentó, posándose cada mano en sus rodillas. En ese momento, los que la perseguían le agarraron de las muñecas y la obligaron a levantarse.
- ¡Nooooo!


- Julita, tranquila, sólo era un sueño.
- ¡¿Qué?! No era sólo un sueño, era el sueño. El de siempre.
- Relájate, respira hondo, estás muy alterada.
- ¡Déjame! No quiero volver a dormir, cada vez se extiende más. ¿Es que no lo entiendes? El sueño cada vez es más largo -. Julia le miraba con unos ojos abiertos como platos.
- Como sigas así voy a tener que llamar al psicólogo... Te traeré una tila.


- ¿Qué pasa, Julia? Me habéis despertado.
- Otra vez el sueño, abuela -. Ahora parecía mucho más calmada.
- Esa pesadilla... Si se repite tiene su por qué. Tu abuelo ya intentó ayudarte, pero yo creo que tú misma lo tienes que averiguar.
- Tengo miedo...
- No te preocupes, estoy aquí, y el sueño no puede hacerte daño.
- Hoy me han agarrado. ¿Qué será la próxima vez? Creen que yo soy la culpable.
- Pero tú sabes que no lo eres.
- No. No sé nada. No sé qué ha pasado ahí.
María entró con la tila y la puso sobre la mesita, junto a la cama.
- Bueno, ya has pensado mucho en esto por hoy. Tómate la tila y relájate. Piensa en lo poco que queda para que acabe todo esto -. La abuela le dio un beso en la parte derecha de su frente, como siempre. Se fue y le hizo señas a María para que le siguiera.
Julia empezó a tomarse la tila y ya comenzaba a notar sus efectos.
Mamá, déjame soñar contigo.
Y antes de terminar el vaso, cerró los ojos y empezó a soñar.