jueves, agosto 26

Me despertaron las suaves y pequeñas patas de mi perro. Aquello era con lo que solía abrir los ojos cada mañana. Desde luego, era muchísimo mejor que el ruido estruendoso de la alarma de mi reloj. Él sabe que lo es. La verdad es que no sé cómo consigue saber cuándo es la hora exacta e impedir que me levante cada día de mal humor por el ruido que emana ese trasto.

Estaba harta; cada vez que sonaba, me ponía nerviosa. Fui entonces aquella mañana de domingo en la que no tenía nada que hacer, a la tienda de decoración de la calle de al lado. Sabía muy bien de ella, cuando era pequeña, el hijo del propietario me cuidaba cada día allí. Solían vender todo tipo de lámparas, figuras de decoración, cortinas y, sobre todo, relojes. Normalmente los había de todo tipo, tanto de pared, como los digitales que incluían alarma. Yo quería uno de esos, la última vez que fui a aquel establecimiento vi uno que era digital y al que, además, podías meterle la música que quisieras. ¡Era perfecto para mí!

Mientras llegaba, caminando, pensaba en si lo habría o no. Habían pasado algunos meses desde que lo vi, pero yo confiaba en que aún estuviera.

Sin embargo, descubrí que algo extraño había pasado allí. Las paredes, que siempre habían sido de color blanco, alteraban la vista ahora con un color verde lima muy intenso. Los cristales de las ventanas habían sido sustituidos por barrotes finos muy juntos entre sí. El tejado había sido pintado con pintura blanca. Y la puerta era naranja.

Lo único que no había cambiado era el luminoso, en el que ponía "Relojes a tiempo". Al principio este negocio sólo se dedicaba a vender relojes, y si no tenían los que los clientes querían, los encargaban y no tardaban ni dos días. Eran realmente muy serios.

Perdieron su eficacia cuando se dieron cuenta de que el negocio de los relojes tocaba fondo, los móviles cada vez eran más completos. Así que se encargaron de otro tipo de objetos, sin dejar de lado los relojes, que tanto les hicieron famosos.

Pero ellos ya no eran lo que en su día fueron. La apatía llenaba la tienda, pedías que te buscaran algún objeto en especial y eran bordes. La gente dejó de ir. Los trabajadores que habían conseguido mantener durante estos años pidieron el finiquito, no aguantaban más. Se convirtió en un negocio puramente familiar, sólo quedaron el propietario y su hijo.

Pensé que si estaba así por fuera, por dentro iba a ser muchísimo mejor, que por fin habían decidido darle un giro a la tienda. Así que entré, ilusionada, y olvidándome casi completamente de mi reloj.

Pero dentro, detrás de una fila de estanterías grises repletas de todo tipo de objetos de decoración, la única novedad era que la pared del fondo estaba pintada de color rojo oscuro, de manera muy desigual.

Y allí estaba él, el que en mi niñez me contaba historias diarias de un libro que parecía no tener fin. No había nadie más. Y el rojo goteaba. ¿Era pintor y no lo sabía?

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